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2)El pájaro espino (Relato)

SilviaMarNarvaez Email:silviamarnarvaez43@yahoo.com
 Tlf. 655 76 79 64 EL PÁJARO ESPINO::::::: 

 Con la precisión exacta digna del mejor maestro relojero suizo, cada martes a las cinco, Daniel se presentaba en mi casa. Aunque era de Madrid y rondaba mi edad llegaba como un rancio y estirado aristócrata inglés. Con su elegante traje gris. Oliendo a esencia de Loewee. El pelo negro y esos rizos. Repeinado. Con el flequillo a un lado. Con su sempiterna corbata oscura tan anodina. Todo él impoluto de la cabeza a los pies. Tan joven y a la vez tan viejo. Parco en palabras, con esa extraña timidez que a veces por error se confunde con prepotencia y que me causaba cierto rechazo. Desde el primer día con una rosa tan solitaria como él y una caja grande de bombones en la mano para mi. 

 Esa costumbre suya de traerme bombones, instalada entre los dos a lo largo de los años, había logrado convertirme en la perrita de Paulóv, todos los martes a eso de las cinco menos cinco yo comenzaba a salivar presintiendo el chocolate. Al principio no me caía muy bien. Me resultaba insufrible tanta posturita. Que si ponte así. Que si abre más las piernas, que si muevete hacia la luz, así, que se te vea bien. Que si date la vuelta. Que si ahora tumbate de lado, así como la maja desnuda...En fin, todo un repertorio que me aburría mortalmente mientras que él, de pie, a los pies de la cama, desnudo pero no tan majo, se masturbaba despacio, daba instrucciones y se la ponia dura. 

 No hablaba demasiado. Solo decía como quería que me pusiera. Al final casi siempre en cuatro. Se enfundaba. Descargaba. Y se iba sin ni siquiera darme un beso. Algo que por otra parte yo agradecia. No me apetecia nada besarle. De él lo que más me gustaba eran los bombones y las rosas. No sé porque volvia, la verdad que yo no le trataba muy bien. A veces me portaba de forma condescendiente. A ratos malcriada. El aguantaba estoico , como si no fuera con él tanta protesta. Dejé de quejarme cuando ya habían pasado alrededor de dos años. Cuando tanta posturita eterna era ya una constante rutinaria en mi vida. Cuando ya me adelantaba a su orden porque me sabia el orden de memoria. 

 Un día se lo pregunté. Me dijo que volvia porque le atraía la posibilidad de poder doblegarme. Que le gustaba mi carácter endiablado. Que pensaba que en el fondo yo era muy cariñosa y quería hacer aflorar esa ternura. Burlándome con sorna, le dije que sabia más de mi que yo misma. Cada encuentro era un reto para él. Y dijo que me necesitaba, que volvia porque estaba enganchado a mi dosis de desprecio. Que se había acostumbrado. Y también por que creía "que creía" que me quería. Y bajando un poco el tono, me dijo que además volvia porque yo era la única que no había intentado desplumarle. 

 Esa revelación fue un punto de inflexión . Era la primera vez en dos años que hablabamos más de dos palabras seguidas. La primera vez que charlábamos como personas. Y deje de ver solo una polla y descubrí al hombre. A partir de ese momento algo cambió en nuestra relación. Daniél daba las instrucciones con la voz más tierna. Atisbé cierto anhelo en su tono. Cierto grado de súplica en cada frase, que porque no decirlo me otorgaba a mí un grado de poder cierto. Y me gustaba. Y como la antiguedad también es un grado, la rosa solitaria se convirtió en un gran ramo. 

Complaciente y algo más cariñosa le dejaba hacer. Cada martes a las cinco , hiciera calor o frio Daniel siguió llamando a mi puerta. Con su ramo de rosas rojas y su gran caja de bombones.Y pasaron los años. Y así fué como cada espina , cada recodo de mi cuerpo encontró acomodo en los huecos que me aguardaban en el cuerpo suyo. Al abrirle una tarde, a la luz desnuda del descansillo, de golpe me alcanzó la realidad. Entendí que su juventud hacía tiempo que era ya un cadáver frío y oscuro. Lo percibí en la profundidad de sus ojeras. En su voz cavernosa. Me gustaba oírle, aunque últimamente daba un poco de miedo ese hablar pausado suyo, tan característico. Y supe que a esas alturas debía tener ya los pulmones llenos de estrellas muertas. De esas supongo yo que debían de pesarle tanto. 

 Al final resultó que ninguno de los dos quería asistir a este final. Habíamos acordado que ese iba a ser el último día que nos íbamos a ver. El último martes. La última vez. Le prometí no llorar demasiado. Esa última hora se hizo elástica, se nos alargó. A medida que las sombras de la tarde, a través de la ventana inundaban la habitación, sus ojos azules, algo desvahidos pero aún con brillo, también se fueron atardeciendo. Primero azul marino y luego casi negros. Ojos acuáticos que este martes de invierno amenazaban con desbordarse emocionados. Los dos sabíamos que lo de esta cita era solo un débil dique de contención. Un clavo ardiendo al que agarrarse. Un empujoncito más al precipicio inevitable. 

  Le bese los labios. En los últimos tiempos se había quedado en los huesos. Le planté un sonoro beso en la calva reluciente. Así como yo estaba, a horcajadas sobre su escualido pecho , dominaba toda su delgada anatomía. Pensaba retenerle así el resto del tiempo, enredado entre mi carne. Su entrega era patente. Se recreaba lento y callado. Cada caricia suya era una demora. No es que me abrazara, se aferraba. Esa forma suya de darse era tan tierna que axfisiaba. Los barrotes de aire que al cabo de los años habían terminado por surgir de sus brazos me retenian con dulzura, y yo no sabía respirar ese aire tan puro.

 Cuando al marcharse, como siempre fué a sacar la billetera, le dije que no. Que este martes invitaba yo. Fué a protestar pero vio determinación en mi mirada triste y sonriendo debilmente me dio un beso en la punta de la nariz. Te quiero, me dijo. Y se fué. 

 Su médico, siguiendo las instrucciones me llamó a la mañana siguiente. Nos ha dejado esta noche, dijo. Yo también le quería. No sé porque no se lo dije. Quizá porque el verbo nunca ha sido mi fuerte. Ahora que no volverá me arrepiento de no haberselo dicho al oído.. Ahora que el cáncer de pulmón ya se llevó al hacedor de tantas posturas aburridas me gustaría que aún quedara otro martes a las cinco, otra hora con él. Una tarde más con Daniel. 

 Desde entonces , cada martes, de cada espina de mi carne nace una herida y de cada herida brota la sangre. Sangrando escribo aquí su nombre. Guardo celosamente los momentos vividos con él. Sin Daniel ya nada tiene valor. Nada tiene consistencia. Cada noche, sin su presencia, el pájaro espino que nace en mi pecho no quiere dejar de cantar...Y cantando morirá sobre el rosal de su ausencia.

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