A él le gustaba empezar así , de pie, frente a frente, metiendo las dos manos bajo su jersey y acariciándole los senos con la avidez de un adolescente. Ella se quejaba porque siempre tenía que quitarse el sujetador sacando las tiras por las mangas. Arrugaba el ceño haciendo un mohín delicioso y arrastraba las palabras queriendo aparentar un enfado que en realidad no sentía.-Es que no me queda uno que no haya dado ya de sí, y este es nuevo.
Se revolvía traviesa. Trataba de zafarse jugando a escaparse, pero al final tildándole de perverso ella siempre cedía y con una sola carcajada le llenaba la boca de risa en verso.
Era él quien la pedía que se quitara el sujetador con el jersey puesto.Le excitaba la destreza con la que movía sus dedos en la espalda al desabrocharse las presillas de la prenda. Mirarla hacer eso era todo un ritual que al instante se la ponía dura. Cuando ella introducía su mano por la manga para extraer la primera de las tiras, el mitón del bajo de su jersey subía, y la piel oscura de su abdomen quedaba al descubierto. Su entrepierna sentía la primera punzada de placer incontrolado. Ella pegaba su negra pelvis de terciopelo a su abultada bragueta. Se frotaba divertida bajándole la cremallera de un suave tirón recto. Todo en ella era así, sencillamente perfecto. De su terso abdomen nacían todas las parafilias. En esa escueta porción de piel descubierta podían haberse escrito todos los mandamientos y todas las biblias.
El paraíso comenzaba en esa fina, oscura e infinita línea de piel. El aprendiz de poeta solía tener miedo. Miedo del día, de la noche, de la muerte y de la vida. Recordaba que su Nani le enseñó a recitar aquel primer párrafo de Juan Ramón Jiménez que calmaba su eterna ansiedad. Esa conocida letanía regresaba del recuerdo con la cadencia de un mantra que desde antiguo era capaz de calmar sus terrores infantiles. Platero volvía del pasado excitándose al tocarla. A su lado el peligro se tornaba seguro y lo blando se volvía “cristal duro”.
El verdadero poema eran sus senos. No eran pequeños, ni peludos. Eran suaves, “tan blandos por fuera” que mientras sus trémulas manos los acariciaban no podía dejar de recitar “Platero y ella”.
Era “tierna y mimosa igual que una niña”. Su pecho de algodón caliente formaba dos colinas de lava azabache e hirviente. Tocarla era aceptar al hacerlo abrasarse las yemas de los dedos.
Así era ella, un poema en ligueros.
Se dejaba llevar por esa locura y por un instante desaparecía su temor a caer desde la altura. Al penetrarla se le iba el miedo. Creía amarla. -Te quiero. Era entonces cuando él se convertía en un verdadero poeta y ella salvada de la quema transformada en poema , consentía .Y se reía. A carcajadas …( eso si, llenas de poesía). -Aprieta hombre aprieta, chico dame un poco de caña, joder, déjate de remilgos y de tanto querer…¿No ves que no me voy a romper?. Apriétame , ¿es que no sabes hacerme el amor y follarme a la vez?.
La quería, de verdad que la quería. Ella lo sabía y así la valía. Se empapaba de él, se lo bebía. Acababa toda sudada. Se desnudaba y aunque no sabía nadar, nadaba. Durante una hora jugaban a eso, a todo y a nada. Le gustaba retarle excitada sosteniéndole la verga con la mirada.
-Quédate , susurraba el poeta a la musa de la ruleta rusa.
-Venga hombre, no jodas, que sabes que te cobro por horas…
Cuando ella se iba a ir, solía volver el miedo. Así era ella , capaz de anclarle al suelo. Se quedaba abatido cuando después del orgasmo sentía desacompasarse sus latidos. - Pero si ya lo sabes…no ha nacido hombre que ate a este corazón de chocolate…
La musa se vestía en silencio mientras recogía los límites de su propio abismo, y él ni siquiera sospechaba que acababan de salvarse de sí mismos.